Hola Soy estudiante universitario y en la cátedra sobre la felicidad y la vida moderna se habló de una serie de autores, entre los cuales, hubo una referencia al libro "El hombre moderno" de Alfredo Sanz. un amigo me paso una parte de ese libro y me encantaría compartirlo. No por estar completamente de acuerdo con el texto sino para observar las reacciones y opiniones que puede suscitar la obra en los demás. solamente tiene poco más de 3 mil palabras IGUALITARISMO Pasemos a otra característica del hombre moderno, su tendencia a la igualación lo más absoluta posible. Es una consecuencia de su sumersión en la masa. Vivimos “en sazón de nivelaciones”, escribe pintorescamente Ortega. Se nivelan los estamentos sociales, se nivelan los sexos, se nivelan las personas. Resulta un hecho incontrovertible. Desde París hasta Los Ángeles, observa Folliet, desde Amsterdam hasta Buenos Aires se puede encontrar una multitud de hombres que parecen salidos de una misma editorial, en una tirada de millones de ejemplares, todos parecidos. El mismo exterior, la misma forma de peinarse, de vestirse, de calzarse; la misma manera de andar, impuesta por el ritmo de la circulación y por la moda. Todos parecieran individuos intercambiables, que caminan por las calles de las ciudades persiguiendo los mismos fines. Si pudiéramos penetrar en las mentes de estos hombres estandarizados, se descubrirían nuevas semejanzas, más llamativas quizás que las exteriores: los mismos criterios tomados de las mismas radios, las mismas revistas, los mismos formadores de opinión; un vocabulario casi idéntico, el que se aprende viendo la televisión; los mismos slogans políticos, el mismo tipo de música, las mismas modas intelectuales, hoy aceptadas con entusiasmo, y mañana reemplazadas por otras, pero siempre las mismas para todos. Esto en lo que atañe a los hombres. Si vamos a las mujeres, el asunto es aún más llamativo. Las mismas modas en el subterráneo de París, en las avenidas de Berlín o en las plazas de Buenos Aires. Se advierte, asimismo, una especie de culto de lo artificial: cabellos teñidos con los mismos tonos, rostros cubiertos de los mismos polvos y cremas; uñas pintadas de la misma manera, elementos postizos, cejas, pestañas, etc., silueta lograda a fuerza de regímenes severos de alimentación, a veces despiadados. Todo les ha sido impuesto desde afuera, por la dictadura de los grandes modistos y peluqueros. Y si, como hicimos con los hombres, vamos del exterior al interior, advertimos que, obrando así, la mujer se cree profundamente original. No se da cuenta de que la mayor parte de esas modas provienen del cine, de las novelas, de la publicidad que sin tregua la sugestiona, y sobre todo de las revistas femeninas que la impulsan a adherirse a lo que todas hacen, so pena de ser una mujer exótica. Lo curioso es que ella se cree libre, cuando en realidad no tiene sino la libertad de la veleta, que gira según el viento. Refiriéndose a este igualitarismo, tan generalizado, Sinclair Lewis, novelista norteamericano que murió en 1951, un crítico bastante acerbo del hombre medio de los Estados Unidos, nos dice en su obra Main Street: “Las nueve décimas partes de las ciudades norteamericanas son tan parecidas entre sí, que es un tedio mortal pasar de una a otra. Al oeste de Pittsburgh, y a veces también en el este, siempre es la misma serrería, la misma estación de ferrocarril, el mismo garage Ford, la misma «drug-store», las mismas casas en forma de cajita, las mismas tiendas de dos pisos. Las nuevas viviendas, más presuntuosas, ostentan la misma uniformidad en su afán de diversificarse: los mismos bungalows, los mismos bloques de estuco, los mismos ladrillos con aspecto de tapicería. Las tiendas exhiben los mismos productos nacionales estandarizados, anunciados por una propaganda estandarizada. Los periódicos, a 5000 kilómetros de distancia, presentan la misma composición, decidida desde las alturas de un trust. El «boy» de Arkansas ostenta el mismo traje de confección que el “boy” de Delaware, los dos hablan el mismo argot, apropiado a los mismos deportes. Aunque el uno estudie en una Universidad y el otro sea peluquero, nade hay que puede distinguirlos, son intercambiables”. André Siegfried, por su parte, al terminar una gran encuesta sobre los Estados Unidos, contestó que “los cien millones de norteamericanos guardan entre sí un asombroso parecido”. Todo ello se ha dicho varias décadas atrás… Cuánto más se lo podría afirmar hoy, en este tiempo de macdonalización universal. Parece indiscutible que uno de los signos de nuestros días es el del triunfo de lo Idéntico, de lo Mismo. El formidable poder de la moda, de que acabamos de hablar; la seducción de la propaganda; la fabricación de productos en serie; los transportes públicos, muchas veces en un hacinamiento tan inhumano como masificante; la influencia de la opinión, o mejor, de los formadores de opinión, que son los nuevos dictadores de nuestro tiempo; la generalización plenamente aceptada de lo que antes se llamaba “respeto humano”, en virtud del cual el distinto es un raro, un inadaptado; la literatura electoral, con sus slogans siempre repetidos; el prestigio de las mismas estrellas del cine y de la televisión, aunque sus vidas sean escandalosas; la voluntad estatal, de origen jacobino, de educar a todos según un molde colectivo; el nivelamiento en base a la mediocridad, que se encuentra tanto en el mundo eclesiástico como en el civil; la tendencia a la imitación en todos los campos; la carrera universal hacia los placeres, el dinero y el poder; Todo ello contribuye a la “intercambiabilidad” de los seres humanos. Como bien lo ha señalado Marcel de Corte, “en el fondo de estos fenómenos, aparentemente inconexos, encontramos un servilismo, un gregarismo y un mimetismo nacidos de la debilidad de las costumbres y de la impotencia en que se encuentra el hombre moderno de encarnar en su vida propia un ideal personal” No fue así en tiempos pasados. Siempre hubo, claro está, cierta homogeneidad en la vida de las sociedades. Pero lo de ahora es algo más que homogeneidad, es gregarismo y mimetismo, como nos lo acaba de decir Marcel de Corte. Sabiamente ha escrito Aristóteles: “Es evidente que la Ciudad, a medida que se forme y se haga más una, no será ya Ciudad; pues por naturaleza la Ciudad es multitud; si es reducida a la unidad, de ciudad se convertirá en familia, y de familia en individuo; pues la palabra uno debe decirse antes de la familia que de la Ciudad, y antes del individuo que de la familia. Guardémonos, pues, de admitir esta unidad absoluta, pues ella aniquilaría la Ciudad. Por lo demás, la Ciudad no se compone sólo de hombres reunidos en mayor o menor número, se compone también de hombres específicamente diferentes, pues los elementos que la componen no son iguales… Es, pues, evidente que la naturaleza de la sociedad civil no admite la unidad, como pretenden ciertos políticos, y que lo que éstos llaman el supremo bien del Estado es precisamente lo que tiende a su pérdida”. Este concepto tan sano de lo que debe ser una sociedad, y que el mundo griego supo plasmar en los hechos, se prolongó a lo largo de siglos de historia, tanto en el Oriente como en el Occidente. Ello es advertible, por ejemplo, en la sociedad medieval, con la complementación de sus diversos estamentos. Pero también podemos encontrar algo semejante en épocas posteriores. En el llamado Ancien Régime, escribe Marcel de Corte, las costumbres del clero, de la nobleza y del pueblo eran diversas y semejantes a la vez, porque brotaban de los mismos principios y sustentaban el orden político y la armonía social. Cada estamento de la sociedad tendía hacia el mismo fin que los demás, pero según sus peculiaridades especificas. Las partes estaban sometidas al bien común del todo, como acontece en un organismo viviente. Pues bien, hoy pasa todo lo contrario: las clases sociales de nuestro tiempo, que son las herederas de aquellos estamentos tradicionales, aspiran a desempeñar el mismo papel en la Ciudad, renunciando a lo que les es propio, en aras de una identidad uniforme. Lo contrario es calificado de “discriminación”
Segunda parte: La identidad de los miembros de una sociedad resulta siempre antihumana. Porque es propio de los hombres la variedad, lo que permite una mayor capacidad inventiva y la consiguiente fecundidad. La diversidad de la gente, si no se desorbita, se vuelve enriquecedora, posibilitando el despliegue de las distintas personalidades y su mutua complementación. Podríase decir que cuanto más elevada es una civilización más se diversifican las funciones sociales, políticas, religiosas, intelectuales y estéticas de sus miembros, por lo que los individuos que ejercen dichas funciones no pueden sino ser desiguales. La relación de los hombres con la sociedad, que engendra siempre la diferenciación, no es uniforme sino sinfónica. Contrariando esta armonía de la unidad en la diversidad, los hombres modernos y sus costumbres son cada vez más homogéneos. O, como escribe el mismo de Corte, “a decir verdad no quedan ya costumbres, hay un comportamiento exterior idéntico, impersonal y estereotipado en el que sería vano buscar una inspiración creadora”. Cuando alguien es “distinto”, molesta a los ”igualados” y “miméticos”. El libro de la Sabiduría pone en boca de los impíos esta queja referida al que no se comporta como ellos: “Es un vivo reproche contra nuestra manera de pensar y su sola presencia nos resulta insoportable, porque lleva una vida distinta de los demás y va por caminos diferentes” (cf. Sab 2, 14-15). Por lo general, el proceso de nivelación uniforma por lo bajo. En Norteamérica, escribe Ortega, se dice que ser diferente es ser indecente. “La masa arrolla todo lo diferente, egregio, individual, calificado y selecto. Quien no sea como todo el mundo, quien no piense como todo el mundo, corre el riesgo de ser eliminado”. Pero enseguida agrega: “Claro que este «todo el mundo» no es “todo el mundo”, «Todo el mundo» era, normalmente, la unidad compleja de masa y minorías discrepantes, especiales. Ahora «todo el mundo» es sólo la masa”. Por lo que advertimos cómo este tema se conecta con el de la masificación. Lo que iguala es la inserción en la masa, todos a ras del suelo. La pretensión de igualar a los que son desiguales constituye una auténtica injusticia. Los árboles del bosque no crecen todos de la misma manera; unos son pequeños, otros grandes; ningún animal se parece del todo a otro de su misma especie; ni siquiera los dedos de la mano son iguales. Lo son, sí, los postes telegráficos, idénticos y derechos; los canales, tan rectilíneos como sea posible. Bien señalaba Gabriel Marcel que la igualdad se refiere a lo abstracto: los hombres no son iguales, pues los hombres no son triángulos o cuadriláteros. Y agregaba que sería fácil demostrar por que dialéctica el igualitarismo culmina en el totalitarismo. Tal dialéctica está precisamente ligada el hecho de que igualdad, siempre una categoría de lo abstracto, no puede trasladarse al terreno de los seres vivos sin convertirse en mentira, y consiguientemente sin dar lugar a terribles injusticias. El mismo filósofo francés ha escrito páginas tan valientes como esclarecedoras sobre la falacia e inconsistencia del famoso slogan de la Revolución francesa, libertad, igualdad y fraternidad, un slogan intrínsecamente contradictorio. Donde hay verdadera libertad, afirma, no puede haber total igualdad. Y tampoco se debe confundir la igualdad con la fraternidad. Ser igual a otro consiste en “no ser menos que él”, lo cual implica comparación. Al compararme con otro, si me veo inferior a él, deseo igualarlo. Si ello está a mi alcance, nace el conflicto, el antagonismo; cuando no me resulta posible, brota el resentimiento. A las relaciones humanas de este tipo Kant las llamaba, justamente, “egoísmo comparativo”. Marcel sostiene, de acuerdo con él, que “la igualdad está centrada sobre la conciencia reivindicadora de sí.” Dicha tendencia es propia del alma plebeya. El verdadero aristócrata, que nada tiene que ver con el oligarca o el tecnócrata, se caracteriza por el honor y la nobleza. Mientras el plebeyo está dominado por su afán de reivindicaciones, el noble no tiene nada que reivindicar; si alguno es más noble que él, no por eso se siente humillado. Cuando a mediados del siglo XVIII se perfilaba en el horizonte la rebelión de la burguesía contra la nobleza, un inteligente escritor y moralista francés, el marqués de Vauvenargues, observó que se prefería no tener inferiores a tener que reconocer un solo superior. Este es un rasgo propio de la psicología humana. Pero, como señala de Corte, lo es menos el lugar cada vez más restringido y, en último extremo, inexistente, que el mundo moderno reserva a la simple personalidad, cuyas bases hostiga e intenta destruir. Su odio a lo que es superior no constituye, en realidad, sino una derivación de su negativa a comprender y admirar la personalidad. La Revolución francesa trató de institucionalizar esta pretensión igualitaria. Una carta de Camilo Desmoulins, revolucionario girondino, que ulteriormente sería mandado guillotinar por Robespierre, en los tiempos en que todavía tenía la cabeza sobre sus hombros, ilustró así nuestro asunto: “A mis principios se ha unido el deseo de ponerme en mi lugar, de mostrar mi fuerza a los que me habían despreciado, de humillar hasta mi nivel a los que la fortuna había colocado por encima de mí. Mi divisa es la de los hombres honrados: ningún superior”. Tal fue una de las ideas básicas de la Revolución francesa y de la Declaración de los Derechos del Hombre. La moderna tendencia al igualitarismo está estrechamente unida con el vicio de la envidia. Nos parece genial la expresión de Victor Hugo: “Egalité, traduction polítíque du mot envie“. Bien ha escrito Vega Letapié: “Si la libertad desenfrenada se deriva del pecado de soberbia del non serviam de Lucifer, podemos encontrar el origen del principio de igualdad absoluta en el pecado de envidia en que cayeron nuestros primeros padres en el paraíso, al dejarse seducir por el pecado de la serpiente: Aperientur oculi vestri et eritis sicut dii (se abrirán vuestros ojos y seréis como dioses)”. También la Revolución soviética se propuso concretar el proyecto igualitario, pero en un gran hormiguero social. Si antes el burgués intentó rebajar al noble poniéndolo a su nivel, ahora el proletario buscaría lo mismo, haciendo que el burgués descendiese a su rango. Siempre un movimiento que tiende hacia abajo. El trasfondo ideológico de lucha de clases, del combate del proletariado contra la burguesía, no es sino la expresión de un marcado complejo de inferioridad. La clase “explotada” busca su liberación, y a la envidia humillada sucede el orgullo de clase. “Nada somos, seámoslo todo”, canta la Internacional, resumiendo en un sólo verso el proceso ideológico de la dictadura del proletariado. En el fondo, esta desembozada tendencia a igualarlo todo tiene no poco que ver con la propensión al facilismo. En vez de subir uno, hacer bajar a los demás. Aquí interviene lo que Nietzsche llamaba “la ley de la transmutación de los valores”: el hombre sigue aún reconociendo un sistema de valores, como meta digna de su existencia, pero en vez de los valores sublimes, cuya adquisición requiere un gesto de energía y una vigorosa afirmación de la personalidad, prefiere valores enclenques, que pueden obtenerse sin fatiga y sobre todo sin sacrificio. Genialmente ha señalado Marcel de Corte una de las paradojas más notables de nuestro tiempo: Jamás los hombres fueron más parecidos unos con otros, pero jamás estuvieron más atomizados, ni se mostraron más egoístas, ni vivieron más separados. Trae a colación una fina y profunda observación de Abel Bonnard, escritor francés de comienzos de siglo: “Cuando una sociedad que no hace sino sobrevivir se disgrega en hombres aislados, cuya pobreza interior no queda rescatada por ninguna relación a un fondo común a todos, sin tierra, sin religión, sin disciplina, funcionarios hastiados de su empleo, artesanos cansados de su oficio, obreros que no aman su trabajo y cuyo trabajo es, demasiadas veces, indigno de ser amado, ¿qué medios de rehacer su vida les queda a estos individuos desintegrados, si no es por medio de opiniones revolucionarias? ¿Cómo puede el grano de polvo volver a entrar en el drama universal, sino gracias al torbellino de los vientos?” Es lo que antes decíamos acerca del desarraigo: extirpadas todas las raíces que unen a la tierra, a la familia, a la patria, a Dios, sólo quedan hombres “desintegrados”. Lo propio de una sociedad ordenada, cuyos miembros se nutren en sus raíces naturales, es la unidad en la diversidad y la diversidad en la unidad. Pero todo ello es ahora una caricatura. La unidad se convierte en uniformidad, similitud, copia. La diversidad se convierte en individualismo, dispersión, anarquía. Y la rebelión brota instintivamente. Lo más grave es que este hombre-masa, sabiéndose vulgar, y entendiendo que ha logrado poner a todos a su nivel, tiene el coraje de afirmar, como lo decía Ortega, el derecho a la vulgaridad, y trata de imponerlo a los demás. Antes era conducido por los más capaces, ahora ya no hay “más capaz que él”, por lo que pretende dirigir y gobernar a sus compatriotas, incluidos los realmente capaces. Este hombre piensa que la vida es fácil, holgada, sin exigencias de perfeccionamiento, lo que lo lleva a afirmarse a sí mismo tal cual es, contentándose con su haber moral e intelectual. De este modo al tiempo que anhela ejercer dominio político, se cree capaz de opinar de omne re scibile, juzgando, decidiendo y pronunciándose, dogmáticamente, y sin información alguna, sobre las más delicadas cuestiones del orden moral y social.
a mi me gustaria que todos fuesemos iguales en latinoamerica incluso con la gente del cono sur o hasta del mundo